Opinión Pedro Bahamondes.
Más de treinta y cinco años han pasado desde el golpe militar. Más de veinte años han transcurrido ya, desde que Chile recuperó su democracia. ¿Cómo es que el teatro, esta insolente corriente artística, desafió a las armas y se negó a poner sus manos en la nuca?
Previo al 11 de septiembre de 1973, el teatro chileno había desarrollado una fuerte difusión de sí mismo en los sectores populares. Era la hora de romper el carácter elitista del público teatral y llevarlo hasta la cuna de las mayores inspiraciones dramáticas, como la calle, las poblaciones y el resto de los sectores bajos. El régimen militar no tan sólo marcó un antes y un después de la historia nacional. El apagón cultural que existió durante los primeros años de dictadura, y la prohibición a las temáticas libres, produjeron también un antes y un después en el arte nacional. El teatro no estuvo ausente en ese replanteamiento.
El golpe de Estado y la represión azotaron al teatro desde los inicios de la dictadura en Chile. A pocos días del bombardeo de La Moneda, el 16 de septiembre de 1973 fue hallado sin vida el cuerpo del cantante y actor Víctor Jara, quien estuvo preso durante algunos días en el Estadio Nacional. La muerte del trovador caló hondo en los artistas nacionales, sobre todo en los actores, quienes veían marcharse, sin regreso ni otra opción, a un gran director nacional.
El reconocido Teatro El Ángel, de Alejandro Siebeking y Bélgica Castro, decidió autoexiliarse a Costa Rica para intentar alejarse del dolor por la pérdida de su amigo Víctor Jara, y también para poder seguir trabajando. Eran duros días para el teatro, y para la vida cotidiana de quienes de lo hacían. Aproximadamente el 25% de los actores y directores nacionales decidió alejarse de Chile y salir al exilio, como la Compañía de Los Cuatro y El Aleph, ambos en 1979.
Las escuelas pasaron también por una desfavorable situación, la que las obligó a autofinanciarse, puesto que nadie ya esta dispuesto a apoyar sus causas. El Ictus, formado por estudiantes de la Universidad Católica, decidió dedicarse a la comedia liviana, sin un argumento político, mientras que la Universidad de Chile, no transó en sus ideales y motivaciones. Estos atributos de esta misma escuela, provocaron el despido, tortura y posterior desaparición de muchos de profesores y directores. Es innegable la devastación y ensañamiento con la Universidad de Chile en particular, puesto que la Universidad Católica contaba con el amparo de las autoridades eclesiásticas.
Así comenzó, desde los inicios de la dictadura, la represión al teatro nacional. Sin embargo, no se pudo callar el sentimiento de lucha y el fuerte mensaje de esperanza y crítico a la época en que se vivía. Ya en octubre de 1973, el director nacional Óscar Castro comenzó a montar la obra “Y al principio existía la vida”, el primer montaje de protesta en época de dictadura. El costo de la osadía resultó ser bastante caro, Castro perdió a su madre y a uno de sus actores principales, John McCleod.
El mismísimo Héctor Noguera, quien manifestaría después su repudio a la dictadura con un fuerte apoyo al No en el Plebiscito del 88’, desafió a las autoridades militares con un implícito monólogo extraído de “La vida es sueño”, de Pedro Calderón de la Barca. Según varios de los actores y directores de la época, lo único que se podía hacer era apelar a las obras del teatro clásico, ya que las autoridades no veían el peligro allí. Lo cierto era que el montaje incorporaba una gran crítica a lo político y social, lo que de haber sido descubierto, hubiera terminado en lamentables circunstancias.
La censura institucionalizada, por parte de la Junta Militar, acabó con toda posibilidad legal de hacer teatro con un mensaje libre y crítico. Se abolió, en 1974, la Ley de Protección al Teatro Chileno, lo que posteriormente provocó un alza que llegó al 22% en el impuesto a la taquilla y la pérdida del subsidio para los artistas del rubro. Los únicos que podían calificar de ‘cultural’ o ‘no cultural’ una pieza dramática eran los mismos militares, pero no los de alto rango, sino que los más novatos.
Un importante dramaturgo nacional, Juan Radrigán, autor de “Hechos consumados”, una de las obras de teatro más difundidas a nivel nacional, y padre de Flavia Radrigán, actualmente dramaturga también, escribió en el diario La Nación:
“- Esta “cuntión” va en contra de mi general, no se puede darse.
- ¿Pero por qué?
- No se puede darse.
- Es una obra de Ionesco.
- No sé na yo. No se puede darse.
Rompían los afiches y se iban.
Tampoco los funcionarios encargados de otorgar –o no– la exención de impuestos eran dechados de claridad.
- Esta obra no es cultural.
- ¿Qué significa eso?
- Que no es cultural. No se le puede otorgar la exención.
- ¿Pero podemos presentarla?
- No fue calificada de cultural. No se le puede otorgar la exención.
- Está bien. ¿Podría decirme las razones?
- No es cultural. No se le puede otorgar la exención”.
La censura al teatro era una burla, y esa era la mejor manera de probarlo.
El actor Nacional Jaime Vadell vio frustrada también su necesidad de expresión al presentar en su carpa el montaje “Hojas de Parra”. El mismo diario La Nación señaló que la obra era un “infame ataque al Gobierno”. El mismo día, la función se repletó de gente, y la carpa fue quemada por las autoridades militares.
La crítica que se ofrecía en el teatro, no podía ser ya explícita, dadas las condiciones en que debía pactarse la presentación de un montaje cualquiera. Sin embargo, los directores de teatro comenzaron a utilizar fuertemente los simbolismos dentro de sus obras, apelando a la nueva necesidad de imágenes por sobre el contenido literal. El teatro chileno debía ajustarse a las nuevas corrientes del arte, y el golpe de Estado había servido, al parecer, para apresurar el proceso.
Ya en los 80’, y con el supuesto doblez del gobierno a un carácter institucional por sobre el represivo, se comenzaron a oír con fuerza los cacerolazos y los ecos de las multitudes en las calles y universidades. Los exiliados iniciaron el ciclo de regresos paulatinos, y entre ellos, el sociólogo Ramón Griffero, volvía a Chile desde Bélgica con una propuesta que acaparó la atención de varios. Sin duda, su concepción del teatro había cambiado, ya no se volvería a parchar el teatro con la divina comedia, sino que se instalaría el nuevo teatro como motor social, crítico, desafiante y opinante. La dramaturgia renovada, de influencias posmodernistas, y la novedosa forma de hacer puesta en escena, trajo al tapete temas como el quiebre de las utopías, la dictadura misma, el exilio, las torturas y los detenidos desaparecidos. El teatro nacional comenzaba a adoptar el mensaje de las obras comunes del siglo XX, un mensaje desolador, oscuro y enloquecedor. El golpe y la dictadura le habían obsequiado, sin querer, una temática poderosa al teatro que perdura incluso hasta el día de hoy.
El Trolley es otro de los factores que hacen de Griffero una excepcionalidad dentro del teatro nacional. Habilitó esos viejos espacios en el centro de Santiago para destinarlos única y exclusivamente al arte y su manifestación. Allí se presentaron el Teatro de Fin de Siglo, en el que participaba de joven el actor Alfredo Castro; Víctor Ruiz, quien deslumbró con sus performances del cuerpo militarizado; Los Prisioneros, ícono de la música de los ochenta y activos opositores al régimen de la dictadura, y así muchos más.
Sin embargo, la motivación de los actores y directores nacionales, no los abstraía de la crueldad de la dictadura y sus atropellos. El actor Roberto Parada, quien trabajara desde muy joven en el Ictus, debió disculparse ante el público luego de su actuación por la reciente muerte de su hijo, quien había sido degollado por un carabinero. La misma censura y la represión, se convirtieron en la sombra del teatro nacional durante el régimen militar. Andrés Pérez, recordado director, desfiló varias veces junto al resto de su compañía de teatro Teuco, hasta la comisaría más cercana, luego de sus 20 habituales minutos de muestra callejera. El teatro había olvidado los telones y las mismas tablas. La calle daba paso a la omnipresencia del teatro y a la popularización de éste.
Al terminar la dictadura, el teatro ya era otro. Sus temáticas venían tibias aún del dolor, y frescas como el pescado en el puerto. Su carácter social, como nunca había contribuido a la lucha de los ideales y la justicia. Las presentaciones fueron sin duda, una motivación para que cientos de personas salieran sin miedo a las calles, a gritar y a demandar un Chile más justo. Quién iba a creer que tanta represión conseguiría consagrar el teatro años después. Hacerlo variar en su forma, en su temática y aspectos generales. Hoy por hoy representa una importante gama del arte nacional, y aún convoca a cientos de personas a salas oscuras o a las calles a replantearse acerca de algún tema, en el que aún no deja de estar presente lo ocurrido en aquellos años, cuando no les era tan fácil.
Más de treinta y cinco años han pasado desde el golpe militar. Más de veinte años han transcurrido ya, desde que Chile recuperó su democracia. ¿Cómo es que el teatro, esta insolente corriente artística, desafió a las armas y se negó a poner sus manos en la nuca?
Previo al 11 de septiembre de 1973, el teatro chileno había desarrollado una fuerte difusión de sí mismo en los sectores populares. Era la hora de romper el carácter elitista del público teatral y llevarlo hasta la cuna de las mayores inspiraciones dramáticas, como la calle, las poblaciones y el resto de los sectores bajos. El régimen militar no tan sólo marcó un antes y un después de la historia nacional. El apagón cultural que existió durante los primeros años de dictadura, y la prohibición a las temáticas libres, produjeron también un antes y un después en el arte nacional. El teatro no estuvo ausente en ese replanteamiento.
El golpe de Estado y la represión azotaron al teatro desde los inicios de la dictadura en Chile. A pocos días del bombardeo de La Moneda, el 16 de septiembre de 1973 fue hallado sin vida el cuerpo del cantante y actor Víctor Jara, quien estuvo preso durante algunos días en el Estadio Nacional. La muerte del trovador caló hondo en los artistas nacionales, sobre todo en los actores, quienes veían marcharse, sin regreso ni otra opción, a un gran director nacional.
El reconocido Teatro El Ángel, de Alejandro Siebeking y Bélgica Castro, decidió autoexiliarse a Costa Rica para intentar alejarse del dolor por la pérdida de su amigo Víctor Jara, y también para poder seguir trabajando. Eran duros días para el teatro, y para la vida cotidiana de quienes de lo hacían. Aproximadamente el 25% de los actores y directores nacionales decidió alejarse de Chile y salir al exilio, como la Compañía de Los Cuatro y El Aleph, ambos en 1979.
Las escuelas pasaron también por una desfavorable situación, la que las obligó a autofinanciarse, puesto que nadie ya esta dispuesto a apoyar sus causas. El Ictus, formado por estudiantes de la Universidad Católica, decidió dedicarse a la comedia liviana, sin un argumento político, mientras que la Universidad de Chile, no transó en sus ideales y motivaciones. Estos atributos de esta misma escuela, provocaron el despido, tortura y posterior desaparición de muchos de profesores y directores. Es innegable la devastación y ensañamiento con la Universidad de Chile en particular, puesto que la Universidad Católica contaba con el amparo de las autoridades eclesiásticas.
Así comenzó, desde los inicios de la dictadura, la represión al teatro nacional. Sin embargo, no se pudo callar el sentimiento de lucha y el fuerte mensaje de esperanza y crítico a la época en que se vivía. Ya en octubre de 1973, el director nacional Óscar Castro comenzó a montar la obra “Y al principio existía la vida”, el primer montaje de protesta en época de dictadura. El costo de la osadía resultó ser bastante caro, Castro perdió a su madre y a uno de sus actores principales, John McCleod.
El mismísimo Héctor Noguera, quien manifestaría después su repudio a la dictadura con un fuerte apoyo al No en el Plebiscito del 88’, desafió a las autoridades militares con un implícito monólogo extraído de “La vida es sueño”, de Pedro Calderón de la Barca. Según varios de los actores y directores de la época, lo único que se podía hacer era apelar a las obras del teatro clásico, ya que las autoridades no veían el peligro allí. Lo cierto era que el montaje incorporaba una gran crítica a lo político y social, lo que de haber sido descubierto, hubiera terminado en lamentables circunstancias.
La censura institucionalizada, por parte de la Junta Militar, acabó con toda posibilidad legal de hacer teatro con un mensaje libre y crítico. Se abolió, en 1974, la Ley de Protección al Teatro Chileno, lo que posteriormente provocó un alza que llegó al 22% en el impuesto a la taquilla y la pérdida del subsidio para los artistas del rubro. Los únicos que podían calificar de ‘cultural’ o ‘no cultural’ una pieza dramática eran los mismos militares, pero no los de alto rango, sino que los más novatos.
Un importante dramaturgo nacional, Juan Radrigán, autor de “Hechos consumados”, una de las obras de teatro más difundidas a nivel nacional, y padre de Flavia Radrigán, actualmente dramaturga también, escribió en el diario La Nación:
“- Esta “cuntión” va en contra de mi general, no se puede darse.
- ¿Pero por qué?
- No se puede darse.
- Es una obra de Ionesco.
- No sé na yo. No se puede darse.
Rompían los afiches y se iban.
Tampoco los funcionarios encargados de otorgar –o no– la exención de impuestos eran dechados de claridad.
- Esta obra no es cultural.
- ¿Qué significa eso?
- Que no es cultural. No se le puede otorgar la exención.
- ¿Pero podemos presentarla?
- No fue calificada de cultural. No se le puede otorgar la exención.
- Está bien. ¿Podría decirme las razones?
- No es cultural. No se le puede otorgar la exención”.
La censura al teatro era una burla, y esa era la mejor manera de probarlo.
El actor Nacional Jaime Vadell vio frustrada también su necesidad de expresión al presentar en su carpa el montaje “Hojas de Parra”. El mismo diario La Nación señaló que la obra era un “infame ataque al Gobierno”. El mismo día, la función se repletó de gente, y la carpa fue quemada por las autoridades militares.
La crítica que se ofrecía en el teatro, no podía ser ya explícita, dadas las condiciones en que debía pactarse la presentación de un montaje cualquiera. Sin embargo, los directores de teatro comenzaron a utilizar fuertemente los simbolismos dentro de sus obras, apelando a la nueva necesidad de imágenes por sobre el contenido literal. El teatro chileno debía ajustarse a las nuevas corrientes del arte, y el golpe de Estado había servido, al parecer, para apresurar el proceso.
Ya en los 80’, y con el supuesto doblez del gobierno a un carácter institucional por sobre el represivo, se comenzaron a oír con fuerza los cacerolazos y los ecos de las multitudes en las calles y universidades. Los exiliados iniciaron el ciclo de regresos paulatinos, y entre ellos, el sociólogo Ramón Griffero, volvía a Chile desde Bélgica con una propuesta que acaparó la atención de varios. Sin duda, su concepción del teatro había cambiado, ya no se volvería a parchar el teatro con la divina comedia, sino que se instalaría el nuevo teatro como motor social, crítico, desafiante y opinante. La dramaturgia renovada, de influencias posmodernistas, y la novedosa forma de hacer puesta en escena, trajo al tapete temas como el quiebre de las utopías, la dictadura misma, el exilio, las torturas y los detenidos desaparecidos. El teatro nacional comenzaba a adoptar el mensaje de las obras comunes del siglo XX, un mensaje desolador, oscuro y enloquecedor. El golpe y la dictadura le habían obsequiado, sin querer, una temática poderosa al teatro que perdura incluso hasta el día de hoy.
El Trolley es otro de los factores que hacen de Griffero una excepcionalidad dentro del teatro nacional. Habilitó esos viejos espacios en el centro de Santiago para destinarlos única y exclusivamente al arte y su manifestación. Allí se presentaron el Teatro de Fin de Siglo, en el que participaba de joven el actor Alfredo Castro; Víctor Ruiz, quien deslumbró con sus performances del cuerpo militarizado; Los Prisioneros, ícono de la música de los ochenta y activos opositores al régimen de la dictadura, y así muchos más.
Sin embargo, la motivación de los actores y directores nacionales, no los abstraía de la crueldad de la dictadura y sus atropellos. El actor Roberto Parada, quien trabajara desde muy joven en el Ictus, debió disculparse ante el público luego de su actuación por la reciente muerte de su hijo, quien había sido degollado por un carabinero. La misma censura y la represión, se convirtieron en la sombra del teatro nacional durante el régimen militar. Andrés Pérez, recordado director, desfiló varias veces junto al resto de su compañía de teatro Teuco, hasta la comisaría más cercana, luego de sus 20 habituales minutos de muestra callejera. El teatro había olvidado los telones y las mismas tablas. La calle daba paso a la omnipresencia del teatro y a la popularización de éste.
Al terminar la dictadura, el teatro ya era otro. Sus temáticas venían tibias aún del dolor, y frescas como el pescado en el puerto. Su carácter social, como nunca había contribuido a la lucha de los ideales y la justicia. Las presentaciones fueron sin duda, una motivación para que cientos de personas salieran sin miedo a las calles, a gritar y a demandar un Chile más justo. Quién iba a creer que tanta represión conseguiría consagrar el teatro años después. Hacerlo variar en su forma, en su temática y aspectos generales. Hoy por hoy representa una importante gama del arte nacional, y aún convoca a cientos de personas a salas oscuras o a las calles a replantearse acerca de algún tema, en el que aún no deja de estar presente lo ocurrido en aquellos años, cuando no les era tan fácil.